La crisis no es solo de seguridad. También es de identidad futbolística.

A menos de un año del Mundial, la Selección Mexicana sigue demostrando que el verdadero deporte nacional no es el fútbol… es la decepción colectiva.

Después de una victoria con sabor a vómito frente a República Dominicana —sí, República Dominicana, no Brasil, no Alemania, sino una isla más conocida por el béisbol y el merengue—, México volvió a la cancha para enfrentarse a Costa Rica. ¿El resultado? Un empate que, siendo sinceros, fue lo más justo… para Costa Rica.

Pero aquí seguimos. Con la camiseta bien puesta, cantando el “Cielito Lindo” mientras los cárteles se reparten el país como si fuera FIFA en modo fácil. Porque, claro, si algo define al mexicano promedio, es que se indigne más por un penal mal cobrado que por los cuerpos colgados en un puente peatonal.

Javier Aguirre, ese técnico que parece salido de un sketch de La Carabina de Ambrosio, sigue al frente del timón. Un hombre que grita, gesticula, azota botellas, pero no logra que once tipos entiendan cómo marcar un pase. Tiene personalidad, sí… pero también los locos de la plaza.

Y mientras tanto, el crimen va al alza, la inflación aprieta más que una entrada de Edson Alvarez, y el país arde sin que nadie le meta un gol a la impunidad. Pero no importa, porque lo verdaderamente imperdonable es que no le ganamos a Costa Rica. Qué horror.

En serio, estamos más cerca del apocalipsis nuclear que de ver una triangulación bien hecha por parte del Tri. Y como buenos ciudadanos, preferimos desahogarnos en Twitter por el mal planteamiento táctico que por los feminicidios diarios. Porque México no es un país fallido… es un país futbolizado hasta el delirio.

Tal vez sea hora de que alguien le ponga un balonazo en la cara a la realidad. O al menos que alguien le recuerde a los jugadores que los partidos se ganan con goles, no con entrevistas diciendo que “se dio el máximo esfuerzo”.

Por eso, aquí en La Peste Negra, ya nos pusimos los guantes. No para defender a la selección, sino para no contagiarnos de esa epidemia crónica llamada ‘futbolitis aguda’. Porque, a este paso, la única copa que vamos a levantar… será la de peltre, en un refugio antiaéreo.